MACHINCUEPAS
En CarbĂł, mi pueblo natal, antes de que llegaran los forasteros a quedarse y mezclar las costumbres con las suyas, todos nos conocĂamos. Literal. Cada familia sabĂa de la otra, y las excepciones eran mĂnimas. Muchas veces, hasta terminábamos siendo parientes, aunque fuera de rebote. Una de esas familias de estirpe peculiar eran los Maruca. Raro apellido, sĂ, pero en aquel pueblo que quedaba más cerca de Arizona que de Hermosillo, abundaban los Quinn, los Arnold, los Platt y los Smith. Todos con cara de haber nacido arriba de un caballo y entre ganado.
Nosotros, los de apellidos castizos —los LĂłpez, los MartĂnez, los PĂ©rez, y toda esa legiĂłn que suena a lista de primaria—, veĂamos con recelo y un poco de envidia a esos apellidos de pelĂcula que solĂan tener tierras, vaquitas y un tractor nuevecito. Pero el caso de los Maruca era diferente. Muy diferente.
A la Licha del Maruca, como le decĂan, se le conocĂa por haber parido ocho hijos casi sola, nomás con ayuda de la nana Toña, la comadrona del pueblo, que era nana de todos y madre de ninguno. Mujer de carácter y manos santas, pero con una lengua más filosa que machete nuevo.
Licha se quedaba en casa —como muchas de su Ă©poca— y hacĂa milagros con el frijol y las tortillas. El Maruca, el papá, trabajaba… cuando trabajaba. Un dĂa ayudante de albañil, otro jornalero, a veces “cuida vacas” dormido pero las cuidaba. Pero la mayor parte del tiempo se le veĂa fuera de la cantina, tomando como si le pagaran por trago consumido. No era ayudante del cantinero, ni cliente moderado. Era más bien una especie de mueble ambulante que se acomodaba a la sombra de los barriles y ahĂ se le iba el dĂa.
La cantina de Adalberto era para los hombres lo que el changarro de la Fátima del guilo lechero era para las mujeres: centro de información, red social sin WiFi, y radio pasillo con eco. Ahà se enteraba uno de todo: de lo que pasó, lo que está pasando y lo que probablemente no pase, pero se cuenta como si ya hubiera pasado.
El Maruca era de los que lo que ahora llaman “mala copa”, aunque eso es poco para describirlo. Se tomaba hasta el alcohol curado con marihuana que Licha guardaba en el ropero para sobarse las piernas reumáticas. No habĂa quien le quitara la botella ni quien le ganara una discusiĂłn… hasta que se pasaba de tragos y comenzaba la gresca, casi siempre con sus propios hijos, que para el caso, eran calca del padre. Ninguno pisĂł una escuela más de una semana, y ningĂşn trabajo les duraba más de tres dĂas.
Los Maruquitas —asĂ les decĂamos, porque no se les podĂa diferenciar por nombre— eran de pleito fácil. Si no habĂa discusiĂłn, ellos la empezaban. En la cantina eran como un anuncio de alerta temprana: cuando empezaban a balbucear, dar tumbos y soltar golpes al aire, más de uno pagaba la cuenta y se largaba entre risas. Fue ahĂ donde naciĂł la frase que todavĂa usamos en la familia: “Quiere pedo el Maruquita”, con la que desde entonces bautizamos a todo aquel que anda buscando pleito sin razĂłn.
El domingo pasado, como es costumbre, salĂ a misa. Pero esta vez, además de querer salvar el alma con un par de golpes de pecho, me ganĂł la curiosidad. Ese dĂa eran las elecciones y, aunque no soy de metiche, algo me picaba. Antes de ir al templo, pasĂ© por la escuela de la colonia, donde sabĂa que estarĂa instalada la casilla.
Era medio dĂa y el lugar parecĂa más abandonado que una biblioteca en vacaciones. Solo una mujer sentada, espantando moscas con un cartĂłn y abanicándose como si eso calmara el calor que caĂa como plomo bajo el tejabán. Me quedĂ© un momento viendo, pero como buena catĂłlica, seguĂ mi camino. Fui a misa, ofrecĂ la paz, pedĂ por los gobernantes del mundo (aunque con pocas esperanzas) y salĂ con la conciencia ligera.
DespuĂ©s del templo, pasĂ© por el mandado y comprĂ© algo para comer sin tener que cocinar —domingo de descanso es descanso completo. Pero mientras iba rumbo a casa, me volviĂł a picar el chisme. Mi yo mitotero se impuso y decidĂ regresar a ver si ahora sĂ habĂa gente votando.
Esta vez me estacionĂ© con toda la intenciĂłn y me acerquĂ©. HabĂa un pequeño grupo de personas —no más de cinco—, todas del equipo encargado de vigilar la votaciĂłn. Nadie votando. PreguntĂ© y me dijeron que sĂ llegaban personas, pero en grupitos, a cuenta gotas. Justo en eso, vi llegar un carro del que bajaron cuatro personas mayores: tres mujeres y un hombre, todos con más años que agilidad. Me acerquĂ©, curiosa, y les preguntĂ© si venĂan a votar. Uno me mirĂł tras sus lentes gruesos como fondo de botella sin entender mucho. Una de las señoras, con una sonrisa cansada, me dijo que sĂ, que la licenciada los habĂa ido a buscar a su casa y los trajo.
PreguntĂ©, medio al tanteo, si sabĂan por quiĂ©n iban a votar. La misma señora, sin malicia, respondiĂł que la licenciada tambiĂ©n les dirĂa eso. Me quedĂ© frĂa. Estuve a punto de soltarles el discurso del fraude electoral cuando vi a la susodicha licenciada, papeletas en mano, que al notar mi presencia se puso más tensa que tambo de gas en incendio.
Me vio, me reconociĂł, y vino directo a encararme. —¡RetĂrese señora, no puede estar aquĂ!
No habĂa terminado de gritar cuando ya estaba yo pensando en darle gusto: salirme y esperarla afuera. Pero mientras ella seguĂa con amenazas de que llamarĂa a sus compañeros, yo me quedĂ© quieta, más por terca que por miedo. —No me voy hasta ver cĂłmo le explican a los ancianos esas papeletas —le soltĂ©.
Fue ahà cuando me tomó del brazo. Y yo, sin pensarlo mucho, solo pensé en voz alta:
—Quiere pedo el Maruquita…